Es en ese momento, en el de los
pronósticos, cuando solemos hablar mucho y decimos cosas vacías y en ocasiones
sin mucho sentido. Es en esos momentos cuando más cuesta el silencio. Queremos
con palabras minimizar la angustia, ofrecer una solución improbable y vamos
transitando de la ciencia a la creencia acuciados por fantasmas y miedos. Los
ajenos y los propios.
Y cuando hacemos un pronóstico desconocemos todas aquellas cosas que se van entretejiendo por debajo de lo visible y lo evidente. Algunas veces las desconocemos y otras no las vemos aunque estén delante de nuestras narices. Ponemos plazos a la vida y ni siquiera es segura nuestra presencia cuando ese plazo venza. Pero es costoso el silencio de la prudencia y nos rendimos a la necesidad de las certezas inciertas que la ansiedad alienta.
“Esa mañana fuimos a la consulta del
médico del pulmón y a la tarde a mi marido le dijeron que no tenía remedio” Ni
siquiera lo dijo en un tono duro que reflejara lo perra que es la vida a veces.
Tampoco de resignación. Era un tono como de disculpa, para que entendiera el por qué de esa desconfianza hacia lo que yo le decía, y su necesidad de certezas. Me
quedé pensando, de nuevo, en lo que cambia la vida en cada momento. En el
momento, muchas veces, en el que se cruza la puerta a la que más miradas dedico
a lo largo del día.
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