martes, 9 de febrero de 2016

Causas y azares


No nos gusta hacer pronósticos. No nos gusta hacerlos en la consulta porque viene a ser como un reto al destino o al futuro, un acto de soberbia. O una especie de exorcismo para ahuyentar la incertidumbre. Hacer un pronóstico es crearnos la falsa ilusión de que controlamos el por-venir. Necesitamos aferrarnos a una mínima certeza, aunque sea una certeza que no nos guste, pero una certeza al fin y al cabo.

Es en ese momento, en el de los pronósticos, cuando solemos hablar mucho y decimos cosas vacías y en ocasiones sin mucho sentido. Es en esos momentos cuando más cuesta el silencio. Queremos con palabras minimizar la angustia, ofrecer una solución improbable y vamos transitando de la ciencia a la creencia acuciados por fantasmas y miedos. Los ajenos y los propios.

Y cuando hacemos un pronóstico desconocemos todas aquellas cosas que se van entretejiendo por debajo de lo visible y lo evidente. Algunas veces las desconocemos y otras no las vemos aunque estén delante de nuestras narices. Ponemos plazos a la vida y ni siquiera es segura nuestra presencia cuando ese plazo venza. Pero es costoso el silencio de la prudencia y nos rendimos a la necesidad de las certezas inciertas que la ansiedad alienta. 

“Esa mañana fuimos a la consulta del médico del pulmón y a la tarde a mi marido le dijeron que no tenía remedio” Ni siquiera lo dijo en un tono duro que reflejara lo perra que es la vida a veces. Tampoco de resignación. Era un tono como de disculpa, para que entendiera el por qué de esa desconfianza hacia lo que yo le decía, y su necesidad de certezas. Me quedé pensando, de nuevo, en lo que cambia la vida en cada momento. En el momento, muchas veces, en el que se cruza la puerta a la que más miradas dedico a lo largo del día.





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